domingo, 10 de febrero de 2008

UNAS CARTAS BIEN GUARDADAS

PRIMERA PARTE

Un recuerdo de mi niñez que tengo imborrable en mi mente es aquella lata azul brillante que había en la repisa de la cocina, una caja que antes había contenido el famoso Colacáo que nuestras madres se afanaban en darnos y nosotros nos tomábamos como si de una golosina se tratase. Tenía dibujados unas figuras, un chinito con su sombrero puntiagudo junto a una chinita con su paraguas rojo y kimono amarillo, una casita, un arbolito, unas hierbitas y el típico chinito portando una vara con una cesta enganchada en cada extremo y dirigiéndose hacia un puente blanco que parecía atravesar un río, todo ello en color blanco, amarillo, rojo y negro, y en la tapa, presidiendo, las letras “COLACAO”. Creo que en las mentes de todos los niños de aquélla época está grabada la canción “ yo soy aquel negrito del Africa tropical que cantando bailaba la canción del colacao, y es el cocalao desayuno y merienda, es el colacao alimento sin igual…” La caja estaba desgastada y arañada por los roces de años de uso y a mi me encantaba cogerla, ponerla en mi regazo, abrirla y descubrir los tesoros que guardaba.

En mi recuerdo están las tardes de lluvia, cuando no podía salir a jugar a la calle y sentada junto a la ventana, viendo caer el agua a través de los cristales, me arrebujaba en la mesa camilla donde chispeaba la candela de picón, y le pedía a mi madre que me dejara jugar con la caja. Ella al final accedía con la condición de que no perdiera nada y lo dejara después todo tal como estaba. Era fácil cumplir con lo impuesto, pues lo que contenía era un batiburrillo de objetos, mezclados sin orden ni concierto, así que los dejase como los dejase el orden inexistente sería el mismo, una mezcla de cosas, algunas imposible de identificar por mi conocimiento de niña de seis años. Cuando la abría a mi se me antojaba que era una caja de tesoros, objetos preciosos con los que dejaba volar la imaginación y con los que era capaz de pasar toda una tarde jugando sin que mi madre se percatara de que tenía una niña al lado. Dentro había botones, quitados a alguna camisa vieja utilizada para hacer trapos para limpiar, o caídos de alguna prenda y sustituidos por otros más bonitos, los había dorados, grandes, pequeños, de colores… también había hebillas, trocitos de elástico, bobinas de hilo gastadas, canillas de la máquina de coser……… allí mi madre iba guardando todas aquellas cosas que no tenían un sitio en concreto para ubicarlas y que como no se decidía a tirarlas y aunque lo más seguro es que quizás nunca sirvieran, las guardaba por si acaso alguna vez se podían volver a utilizar. Dentro también había alfileres y agujas con los que a veces me pinchaba y entonces mi madre me decía: ¿has visto? Te he dicho que gastes cuidado. A mi no me importaba pincharme, merecía la pena correr riesgos con tal de poder poseer aquellos maravillosos tesoros, aunque fuese por fugases momentos.Ahora, después de muchos años, se me antoja que nuestra vida es como aquella caja de tesoros de mi infancia. En ella hay muchos botones y objetos bonitos, pequeñas o grandes cosas que nos acompañan en el día a día, la mayoría de las veces sin que nos percatemos de ello, pero que están ahí, a nuestro alcance a poco que estiremos la mano. Pueden ser personas, más o menos cercanas, a veces gente que ni siquiera llegamos a conocer pero que pasan por nuestra vida aportando algo que nos faltaba o que debíamos aprender, y desaparecen de ella dejando su huella en nosotros. También son valores que hemos aprendido en el transcurso de los años, enseñanzas que nos hacen valiosos o situaciones en las que nos encontramos, acontecimientos felices…todos son tesoros que hacen que nos sintamos bien o que lleguemos incluso a considerarnos felices. Pero en la caja de la vida también hay alfileres, agujas y otros objetos que pueden resultar cortantes, peligrosos, que pueden herirnos y hacernos mucho daño si no tenemos el debido cuidado, que están ahí para enseñarnos a ser prudentes, pacientes, tolerantes, o incluso más amorosos. En el contexto de la vida estos alfileres pueden ser malas experiencias, ofensas que recibimos, personas que perdemos o a las que tenemos que renunciar, a veces por exigencias ajenas a nuestra voluntad…

A mi madre los alfileres o las agujas que guardaba en aquella lata, de vez en cuando le eran útiles, para eso estaban allí, y a mí me obligaba a ir con cuidado. Aquella caja de tesoros no hubiera sido la misma sin ellos, yo los adoraba a todos, a los que en apariencia eran bonitos e inofensivos y a los que representaban un peligro porque esos me enseñaron a ser valiente, a enfrentarme al peligro. Saber que estaban allí hacía más excitante mi aventura. Sin ellos mi juego no habría sido lo mismo.

Igual ocurre con la vida, deseamos que todo nos vaya bien, que no nos falte el amor, que no haya alfileres que nos dañen, pero es imposible, en la caja de tesoros está todo mezclado, si no fuese así perdería su esencia. En la vida, las experiencias buenas y malas se entremezclan, y esto es lo que le da su esencia, lo que convierte la vida de cada uno en un pequeño tesoro, digno de ser guardado en una bonita lata de Colacao.

En el estante de la cocina, junto a la lata azul, había otra un poco más grande. Esta era de cartón, forrada de tela de algún color que con el paso del tiempo y seguramente el humo de la cocina, se había convertido en indeterminado, y atada con un lazo negro desteñido tan firmemente que seguramente hasta a mi madre le costaría trabajo desatarlo para abrir la caja. A mi ésta no me atraía, no me gustaba el color que tenía, me inspiraba tristeza. Un día, cuando tenía casi ocho años, me picó un poco la curiosidad y le pedí a mi madre que me la dejara, que quería ver lo que había dentro. Ella me respondió con firmeza y un poco arisca que allí no había nada que yo tuviera que ver. Aquello hizo que el poco interés que tenía por ella se aumentara hasta el punto de que cuando una tarde ella estaba en casa de la vecina, traté de cogerla a escondidas. Yo era una niña menudita y más bien bajita y el estante estaba bien arriba, cerca del techo, así que tuve que subirme a una silla apoyando una pierna en la encimera de la cocina a malas penas conseguí que mis brazos llegaran hasta la caja. Así me sorprendió, a caballo entre la silla y el poyo, con la caja entre mis manos, a punto de hacerme con ella. Nunca antes había visto a mi madre tan furiosa, en tres grandes zancadas llegó hasta mi, me bajó de la silla y me dio una sonora bofetada en la mejilla, con lo que la caja, sorprendida a medio camino del estante y mis pequeñas manos, se estrelló contra el suelo, desbaratándose y permitiendo que todo lo que contenía se esparciera ante la desesperación de aquella mujer a la que de pronto yo no reconocía.

Jamás me había tratado así, no lo entendía, ¿Qué había hecho para provocar aquello? Corrí hacia mi habitación, con una mano sujetándome la mejilla dolorida y la otra el corazón, que hecho pedazos, parecía salírseme del pecho. Desde allí escuchaba atónita el llanto de mi madre, un llanto roto, desgarrado, un llanto que mi mente de niña recordaría durante muchos años, un llanto que no llegaría a comprender hasta que, ya mayor, el contenido de aquella caja cayera en mis manos.

Aquella noche no me atreví a salir de mi habitación. Vestida y con los zapatos puestos me acurruqué sobre la cama, abrazada a mi muñeca de trapo, hasta que el llanto me agotó y me dormí. Tampoco mi madre se acercó hasta allí ni me llamó para cenar. Cuando abrí los ojos la luz del día entraba por la ventana y un rayo de sol casi llegaba hasta mi cama. Estaba engarrotada, extraña, me sentía como si hubiera despertado de un mal sueño. Era la primera vez en mi vida que no me despertaba el beso de mi madre diciéndome que espabilara, que tenía que ir al colegio. Ese día intuí que algo había cambiado, que nuestras vidas ya no serían las mismas.

De repente un latigazo en el pecho, un resorte invisible hizo que saltara de la cama y echara a correr hacía la cocina. Allí me encontré a mi madre, hecha un ovillo sobre el suelo, abrazada a un montón de papeles. Aterrada me abracé a ella y le grité: “mámi, mámi, despierta, por favor, despierta, perdóname, no lo haré más”, pero mi mámi no me contestaba, yo seguía abrazándola, besándola, pero su cuerpo estaba helado, inerte, no me contestaba ni me contestaría nunca más. Como pude me introduje entre sus brazos y así abrazada al cuerpo sin vida de mi madre me encontraron varias horas después cuando la hermana de mi madre, mi tía lucía llegó a la casa alarmada. Isabel, mi madre no se había presentado en todo el día en el bar donde las dos trabajaban. Les costó mucho separarme de ella, me había abrazado tan fuerte a ella que su rigidez me tenía inmovilizada. Me pasé el día entero repitiendo las mismas palabras, “mámi, contéstame” y ahora ya no me quedaba ni saliva, las fuerzas hacía horas que me habían abandonado, pero al ver que intentaban arrancarme de sus brazos luche con uñas y dientes, lloré, pataleé y creo que hasta llegue a arañarles. No entendía lo que pasaba, no quería entenderlo. Aquello no podía estar pasando, mi madre no podía dejarme así. ¿Qué tan malo era lo que yo había hecho para que causara la muerte de mi madre?

Mi tía me llevó a su casa, me baño, me puso un pijama, me hizo tomar una tila calentita y me acostó en su cama. Estuvo conmigo abrazada acariciándome el pelo, como una autómata, callada, hasta que el sueño se fue adueñando de mí. Cuando pensó que estaba dormida me soltó suavemente, me tapó con cuidado y salió de la habitación. Las sábanas olían a jabón, el mismo que utilizaba mi madre para lavar su ropa, y las mantas se pegaban a mi cuerpo intentando abrigarme, pero yo tenía metido en mí él olor tan desolador y aquel frío helado que el cuerpo de mi madre desprendía cuando me arrancaron de sus brazos. Mis sentidos tardarían años en olvidar aquellas sensaciones.

jdiana

FRAGANCIA DE JAZMIN

FRAGANCIA DE JAZMIN

Era una de esas tardes de verano en las que el calor dentro de casa era insoportable. El edificio tenia una orientación tal que el sol iba recorriendo una a una todas las paredes y cuando llegaba la tarde hasta el último rincón de la vivienda estaba caliente. En invierno esto era una ventaja, pero ahora, a mediados de julio, hacía insoportable el permanecer dentro. No me apetecía pasar el tiempo delante del ventilador porque además éste lo único que hacía era mover y mover el mismo aire caliente, así que me di una ducha de agua fría, me recogí el pelo en una coleta y me puse el vestido más fresco que tenía y me fui a la calle buscando un poco de brisa fresca.

Las escaleras de mi bloque eran estrechas y oscuras y cuando salías a ellas desde el interior del piso la primera impresión era de frescor ya que al ser interiores, el sol las golpeaba menos y la diferencia con el interior del piso bajaba unos grados, pero al carecer de ventilación, una vez en ellas y conforme se iban bajando, la temperatura se iba notando y la sensación de no poder respirar iba en aumento. Yo tenía que bajar cuatro pisos y nunca veía el momento de verme en la calle, al aire libre. Cuando bajaba procuraba hacerlo despacio, intentando hacer el menor esfuerzo posible para no volver a empaparme de sudor. Tenía un truco que había llegado a perfeccionar bastante para soportar la sensación de asco y falta de aire cuando cruzaba la puerta de mi vivienda y me introducía en aquel túnel negro y mal oliente, debido a los olores de las comidas de las viviendas que se acumulaban un día tras otro. Consistía en hacer tres respiraciones profundas antes de abrir la puerta, mediante las cuales me imaginaba que me disponía a cruzar las puertas de un jardín maravilloso, a continuación abría mi puerta y sumergida en una especie de ensueño comenzaba a bajar las escaleras, despacio, con los ojos medio entornados, imaginando que recorría un jardín frondoso, rodeada de árboles y plantas, disfrutando de los aromas de rosas, claveles y un sin fin de flores exóticas cuyos aromas me penetraban. Así, casi sin darme cuenta, llegaba al portal y solo cuando la luz cegadora de la calle me obligaba a abrir los ojos, abandonaba mi ensueño y salía del jardín.

Aquél día, a mitad de las escaleras del tercer piso, cuando yo me imaginaba que recorría un sendero de tilos, transportada por la fragancia suave de sus flores, tuve la mala suerte de cruzarme con la vecina del tercero A. Era bastante inusual que dos vecinos bajasen las escalares a la vez. En el bloque había seis plantas con dos viviendas en cada una de ellas y todos los que las habitaban eran personas mayores que apenas bajaban a la calle, salvo la señora Remedios, una mujer de unos setenta y tantos años, viuda y sin hijos que vivía allí, y claro está, yo que vivía en el cuarto B. Doña Remedios era dada a entablar conversación con la primera persona que se encontrara, le gustaba preguntar por todo, por la salud por el trabajo, por la familia… cualquier cosa con tal de tener un rato de charla, y como no tenía muchas ocasiones de hacerlo cuando se le presentaba una no te escapabas así como así. Yo le temía, pues aunque le dijeses que tenías prisa ella seguía con su interrogatorio y no te dejaba hasta saciar su apetito de curiosidad y de comunicación, y mira por donde aquella tarde se le ocurrió salir a la misma hora que a mí. Cuando pasaba por su puerta, ensimismada, ella la abrió y me la tope cara a cara. Ya no había remedio, aunque con trabajo y sobresalto, salí de mi letargo e intenté decirle apresuradamente, como si en realidad acudiese a apagar un fuego que solo dependía de mí, “buenas tardes, señora Remedios, hasta luego”, pero no resultó; antes de que yo acabase la frase ella me había cogido del brazo y no estaba dispuesta a que me escapara. Amablemente me devolvió las buenas tardes y a continuación, sin soltarme me dijo que iba a misa, que qué bien que bajaríamos juntas, así ella iría más segura, cogida a mí, pues cada día le costaba más trabajo bajar aquellas malditas escaleras. No pude excusarme, pero tampoco ella me dio opción, se agarraba fuertemente a mí, como si yo fuese el bastón más fuerte del mundo. Tardamos un buen rato en llegar a la puerta de la calle, su paso era lento y a cada momento se iba parando, charlando. No recuerdo cuantas cosas me contó. Me hablaba, me preguntaba, pero no me escuchaba, ella solo necesitaba hablar, escuchar no le interesaba. Se pasaba el día entero sola en aquél piso, escuchando la televisión, sin poder hablar con nadie, así que ahora que tenía ocasión no la iba a desperdiciar; ahora hablaría ella ¡ya escucharía después otra vez la tele! Yo me limitaba a asentir con la cabeza, y de vez en cuando conseguía soltar algún que otro monosílabo, pero nada más. Cuando por fin cruzamos la puerta de la libertad, la que me libraría de aquél peso muerto y de aquella charla que casi no entendía, y que por supuesto tampoco hacía por enterarme pues todo eran críticas al gobierno, a los jóvenes, a los inmigrantes, a los vecinos… me solté de los garfios que me tenían retenida y con un rápido, “vale, hasta otro rato, doña Remedios” me largué a toda prisa, antes de que le diera tiempo a decir nada más. Por un momento me sentí enfadada conmigo misma por dejarla de aquella forma, comprendía que era una persona mayor, sola y triste, pero yo sabía que su falta de compañía se debía a que todos le huían por su forma de ser, cansaba a todo el mundo por su pesimismo, sus continuas quejas y sus criticas, a veces despiadadas. En tiempos contaba con un grupo de amigas con las que se encontraba para ir a tomar café, dar paseos o ir a misa, pero todas se cansaron de sus tejemanejes y es más, el grupo casi se deshizo en una pelea propiciada por sus critiqueos. Yo no quería ser descortés ni falta de humanidad pero tampoco me podía permitir entrar en su juego, así que la evitaba cuanto podía.

Me pareció mentira verme en la calle, respirando aire fresco, aunque la verdad es que fresco no es que lo fuera mucho, pero por lo menos no era tan rancio como el que se respiraba dentro de las escaleras. Aún lucía el sol con fuerza; sus rayos daban en las fachadas de los pisos últimos dibujando contornos nebulosos, chocaban contra los cristales de las ventanas y volvían a la calle, obligando a los viandantes a entornar los ojos para no cegarse. Me coloqué las gafas de sol, respiré hondo y comencé a caminar lentamente. Continué por la acera, calle abajo, hasta llegar a la rotonda donde comenzaba el parque. Allí se respiraba todavía mejor, las fragancias se mezclaban y la sombra que los árboles proyectaban sobre el albero creaba un ambiente maravilloso para pasear.

El parque tenía cuadro entradas, cada una por una calle diferente y cada una de ellas daba paso a un ancho camino de tierra ocre bordeado de arriates donde crecían variados árboles y plantas. Los cuatro caminos se encontraban en una ancha plazoleta en cuyo centro había una fuente que siempre me había encantado por su sencillez y originalidad. Consistía en un estanque en cuyo centro habían colocado una gran mole de piedras. El agua brotaba de una puntiaguda que sobresalía de las demás, más bien planas, e iba resbalándose de una a otra hasta llegar abajo, consiguiendo un suave tintineo que se esparcía por todo el parque. Entre las piedras creían plantas, algas y musgo, igual que dentro del estanque donde las reinas eran los nenúfares. La luz se reflejaba en el agua haciendo que esta pareciese un espejo, un espejo mágico, donde a veces, según quien mirase, la maraña de plantas semejaba extrañas siluetas de rostros fantasmagóricos. Distribuidos por las distintas calles había bancos de piedra, desgastados por el tiempo y la intemperie. Daba gusto sentarse en uno de los que estaban más cerca del estanque, cerrar los ojos y escuchar el murmullo de las gotas de agua recorriendo las piedras. Yo gustaba de hacerlo en uno que estaba delante de un arríate donde lucía esplendoroso un viejo jazmín, mi planta favorita desde siempre, desde que era niña.

Aquella tarde, como tantas otras, di un tranquilo paseo por las cuatro calles, deleitándome del perfume y el color de todas las plantas que me encontraba a mi paso, y después busqué aquel banco amigo y me acomodé en él. A aquellas horas las flores del jazmín se habían abierto casi todas, liberando aquel perfume embriagador que me recordaba tantos momentos, tantas emociones que mi corazón se aceleraba y sin querer me transportaba en el tiempo. El murmullo del agua se mezclaba con el canto de los pájaros que a aquellas horas revoloteaban por las copas de los árboles. Estaba un poco cansada del paseo, estiré las piernas, apoyando la espalda contra el banco y cerré los ojos…….

En el barrio donde yo vivía de niña estaba formado por casas pequeñas encaladas de blanco y con dos plantas, los tejados no eran de tejas sino de cemento. En Andalucía los veranos eran calurosos, muy calurosos. El sol daba en aquellas casas desde que salía hasta que se ponía, calentándolas por detrás, por delante y por arriba. Por la noche, aunque refrescara un poco, las paredes estaban tan calientes que nos asfixiábamos dentro por lo que los vecinos tenían la costumbre de, en cuanto el sol se ocultaba, sacar sillas a la calle para pasar horas conversando mientras esperábamos a que las casas se enfriasen un poco para irnos a dormir, cosa poco menos que imposible ya que los dormitorios estaba en la planta de arriba, bajo los tejados de cemento y allí ya no era que hiciese calor, sino que casi no se podía respirar. Aquellas horas que pasábamos en la calle eran singulares. Los mayores charlaban de sus cosas mientras que los niños jugábamos a juegos que ahora ya ni se recuerdan, dábamos grandes carreras jugando al pilladilla o bien nos escondíamos esperando que al que le tocaba el turno no nos encontrara en toda la noche y así poder descansar. En alguna de las puertas de las casas había macetas, la mayoría de latas viejas, donde lucían geranios o yedras de todos los colores, en otras había arriates donde se mezclaban los colores y los perfumes del verano, olía a azahar, a dama de noche y a jazmín.

El jazmín es una pequeña flor blanca cuya belleza solo dura un día. La planta se va llenando de pequeños capullitos que tardan varios días en alcanzar la madurez. Cuando ésta llega, ese día, al caer la tarde, la flor se abre, y a su belleza solo supera el aroma que despliega. Por la noche la flor está completamente abierta pero a la plenitud de su grandiosidad sigue la de su final, ya que al día siguiente está marchita. Algunos días, cuando el sol estaba todavía alto, mi amiga y yo recorríamos las calles recogiendo las flores que abrirían por la noche. Las íbamos depositando con mucho cuidado en una cestita de mimbre y cuando calculábamos que teníamos bastantes volvíamos a casa a hacer los ramilletes. Con una aguja y una hebra de hilo blanco, uno a uno, engarzábamos los jazmines aún cerrados formando un círculo, una especie de flor, que cuando estaban todos abiertos, se convertía en una flor única. Con la cestita llena de estos ramilletes íbamos de puerta en puerta vendiéndolos por unas perrillas que luego cambiábamos por pipas o por un helado que nos comíamos sentadas por la noche en la puerta, escuchando las historias de los mayores. A las mujeres les gustaba prenderse los jazmines en el cuello de la blusa o en el escote del vestido, así su perfume les llegaba de cerca, las perfumaba a ellas y a la vez ahuyentaba a los mosquitos que merodeaban por la noche, al acecho de sangre fresca.

El grito de un chiquillo llamando al amigo con el que jugaba hizo que volviera bruscamente a la realidad, al presente. Mi miré las manos, manos que seguían siendo pequeñas pero que ya no eran de niña y no pude evitar que se me escapase un profundo suspiro. Habían pasado muchos años desde aquellos días tranquilos, días en los que mis ojos de niña no veían más que las cosas bellas y simples de la vida; días sin temores, sin miedo a la soledad, a la enfermedad, sin preocupaciones por el porvenir, el hambre del mundo, la injusticia, el calentamiento global… Eran días en que como ángeles podíamos ser felices, dormir tranquilos. Después crecimos, nos hicimos adultos y tuvimos que enfrentarnos al mundo y sus efectos y comenzamos a preocuparnos por todo. Añoraba aquellos tiempos, aquella sensación de seguridad, aquella ausencia de miedo, de preocupación, aquel saber disfrutar de las cosas simples, de saborear cada momento de nuestra vida. Había vivido mucho desde entonces, hubo momentos buenos y otros no tan buenos, momentos para recordar y momentos para olvidar. Desde aquellos días de mi niñez había recorrido mucho camino, aprendido mucho y también sufrido pero había algo que siempre me acompañó, todos los momentos significativos de mi vida estaban marcados por aquél olor, por este nombre, jazmín.

A mi mente acudieron muchos recuerdos, muchos momentos… Al cumplir diez años mis padres se mudaron del pueblo a la ciudad en busca de un mejor porvenir. La vida allí no era como en el pueblo, plácida y sosegada, sino más bulliciosa, la gente se conocía menos y sobre todo o que menos me gustaba era que todo eran edificios altos, sin patios y sin plantas, pero hube de acostumbrarme. Cuando tenía quince años estaba locamente enamorada de un muchachito tímido, igual que yo, que tenía una melena negra y rizada y unos ojos negros enigmáticos, soñadores. Salíamos en la misma pandilla pero nunca nos hablábamos mucho y tampoco nunca nos confesamos nuestro amor, nuestros ojos lo hacían por nosotros. Un día de verano, al caer la tarde, íbamos de paseo con los demás por el parque y no sé como nos fuimos quedando rezagados. Era la hora en que el sol acaba de retirarse dejando el cielo inundado de rojos y naranjas. Sobre la tierra del camino del parque comenzaban a caer las sombras y en las copas de los árboles se difuminaban los colores semejando una suave niebla que hacía que todo pareciese irreal. Aún no era de noche pero tampoco era de día cuando, Juan, que así se llamaba, tomó mi mano y la apretó entre la suya. Una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo, el corazón se aceleró tanto que creí que se me salía del pecho. Sin saber que hacer nos paramos, los demás se habían alejado y estábamos solos, solos en el camino, solos en aquel rincón del universo del que ninguno se atrevía a dar un paso para salir. Y allí, al refugio de las sombras, Juan me tomó entre sus brazos y acercó su cara a la mía, los dos temblábamos cuando nuestros labios se unieron y recibí mi primer beso, beso con sabor a jazmines pues el cómplice que nos ocultaba era un gran jazmín cargado de flores recién abiertas. Aquél verano terminó y con él se fue Juan, comenzaba un nuevo curso, se fue a estudiar fuera y nunca nos volvimos a ver. Después hubo más veranos, más amores y más besos, pero aquél primero tuvo un sabor especial.

A Carlos lo conocí algunos años después, durante unas vacaciones en el pueblo de mi familia. Acompañaba a mi prima y a una amiga de ésta al cine cuando nos encontramos con unos chicos que ellas conocían y nos presentaron, El que me pareció el más alto, el más moreno, el más guapo… se quedó con mi mano entre las suyas más tiempo del normal y nuestras miradas se cruzaron quedándose enlazadas para siempre. Tenía los ojos más verdes y picarones que jamás había visto. Su boca sonreía abiertamente, no podía apartar mi vista de aquellos labios, gruesos y carnosos cuando pronunció su nombre. Se vinieron al cine con nosotras y Carlos se las ingenió para sentarse a mi lado. A mitad de la película nuestras manos estaban unidas, me sentía como aquella chiquilla de quince años sorprendida por el deseo entre las sombras del parque. Pasamos juntos todo el verano, paseando por las calles del pueblo perfumadas por los jazmines que crecían en los arriates y en los patios de las casas, y al final de mis vacaciones nos prometimos escribirnos. Volví a mi ciudad, a mis estudios, a mi vida y pensé que esta vez ocurriría como aquella otra ya lejana, que se olvidaría de mí, pero no fue así. Carlos también volvió a su vida, pero me escribió una carta y después otra, y otra... y en todas me decía que me amaba, que me echaba de menos, que jamás se olvidaría de mí. Me contaba que aquel año terminaría la carrera de Derecho y posiblemente comenzara a trabajar en el despacho de un abogado amigo de su familia. Durante el curso consiguió venir a verme alguna que otra vez y los encuentros eran maravillosos. Cuando llegó el verano él efectivamente comenzó a trabajar y no pudimos vernos apenas, yo volví al pueblo con mi familia y aquel verano contaba las horas y los días soñando con que llegara pronto el otoño, pasara el invierno, y comenzara la primavera. Con ella la naturaleza se renovaría, los árboles y las plantas volverían a florecer y con el comienzo del verano la promesa de matrimonio que me había hecho Carlos se haría realidad. Quisimos casarnos en el pueblo, en el lugar donde nuestro amor había nacido, la iglesia estaba adornada con lazos y muchas flores blancas, azucenas, rosas, nardos, calas y jazmines, muchos jazmines, su perfume lo envolvía todo. Cuando dije el sí quiero sostenía en mis manos un hermoso ramo de novia confeccionado con las mismas flores que adornaban la iglesia.

Carlos se afianzó como abogado y yo conseguí terminar mis estudios y comencé a trabajar de profesora en un colegio privado. Compramos una casita en las afueras, con un gran patio lleno de plantas. La primera que plantamos fue un jazmín que con los años llego a inundar toda la pared. Pasamos años tranquilos y felices, disfrutando del amor sincero y apasionado que sentíamos el uno por el otro y no nos dimos cuenta de que los años transcurrían y los hijos no llegaban. A los seis años comenzamos a preocuparnos, estábamos bien juntos pero deseábamos que nuestro amor se perpetuara, se prolongara, y nos obsesionamos con tener un hijo. Todos los intentos fueron vanos y al final nos decidimos a consultar con un médico. Yo estaba perfectamente, no había nada que impidiera quedarme embarazada, pero en Carlos algo no andaba bien. Tenía un tumor en un riñón, algo que en un principio no hubiera llegado a mayores si se hubiese detectado antes. El tumor era maligno y le había invadido varios órganos. Durante días nos negamos a creerlo, él no se había sentido enfermo, aunque sí era verdad que hacía meses que se encontraba cansado pero se lo achacábamos al trabajo que cada vez era más estresante. Consultamos varios especialistas y todos nos dieron la misma sentencia: no había nada que hacer, no había tratamiento alguno, el cáncer era fulminante. Lloramos y pataleamos mientras tuvimos fuerzas. Carlos se fue deteriorando rápidamente y en seis meses me dejó sola, sin su amor, sin su compañía, sola sin hijos, sola con una vida vacía que no supe llenar con nada. Me quedé sola con los recuerdos y una gran crisis económica. El desaliento me invadió y pasé meses perdida, hundida en una depresión que provocó que perdiera mi trabajo. Ya no podía seguir haciendo frente a la hipoteca y desgarrada abandoné aquella casa donde habíamos pasado años tan felices. En una caja metí todos los recuerdos y la enterré en el jardín, bajo aquél jazmín que había perfumado nuestro amor.

Sola abandoné la casa y sola comencé una nueva vida, donde ya nunca hubo sitio para el amor. Alquilé ese piso pequeño, en un bloque oscuro y maloliente y en él dejaba pasar el tiempo, intentando olvidar, tanto que me olvide de vivir. Conseguí encontrar un trabajo en un colegio cerca de casa, daba clase dos horas cuatro días a la semana y con esto sacaba un sueldo mísero pero suficiente para pagar el alquiler y seguir con mi vida de zombi. Me había quedado estancada en el pasado, me arrastraba por la vida como un gusano, sin mirar hacía adelante, solo al suelo, por eso cada tarde salía a dar un paseo y me sentaba en aquél banco, al lado de aquél jazmín que con su perfume me ayudaba a recordar, a volver a vivir lo ya vivido, sin dejarme continuar caminando hacia delante.

De nuevo algo me sacó de mis reflexiones. Abrí los ojos y observé como una mujer más o menos de mi misma edad, se sentaba al lado mío. No pude evitar mirarle a la cara, su rostro resplandecía, no sabía decir que era pero desprendía una luz inusual y algo sorprendente en la solapa llevaba uno de aquellos ramilletes de jazmines que mi amiga y yo vendíamos cuando niñas. Ella, que se percató de mi mirada me dedicó una amplia sonrisa, llena de calidez. Me ruboricé y no supe de hacer, para donde mirar, entonces ella, con toda naturalidad me saludó y dándose cuenta de que miraba sus flores me preguntó si me gustaban, yo avergonzada por mi atrevimiento, solo atiné a mover la cabeza afirmativamente, y entonces ella resueltamente se desprendió el alfiler que las sujetaba y cuando pude reaccionar las tenía prendidas en mi blusa. Me quedé sin habla, como pude balbuceé unas gracias entrecortadas y ella sin dejar de sonreír, me dijo: de nada, me llamo Jazmin, ¿y tu? Al escuchar aquello algo dentro de mí se removió y rompí a llorar, ella me rodeó con sus brazos sin más, y así, como una niña perdida, estuve llorando mucho tiempo, acurrucada en aquella mujer desconocida, mientras las sombras del parque iban creciendo. Cuando me tranquilicé traté de explicarle el motivo de mi reacción, de mi llanto, ella me escuchó callada, con su sonrisa cálida y aquella mirada de comprensión que me animaba a sacar por fin, después de tantos años enterrada, aquella congoja que había tenido mi vida paralizada. Mientras la noche nos cubrió. Con la luna llena guiando nuestros pasos salimos del parque, ella me abrazaba y yo me dejaba guiar como si fuese una niña, encogida aún.
Desde aquella tarde de verano nuestros pasos han seguido juntos, ella la maestra, yo la alumna. No he vuelto a sentarme en aquél banco, junto al jazmín, a recordar tiempos pasados, su amistad me ha hecho volver a nacer de nuevo al mundo de los vivos, mi vida de nuevo tiene un sentido, mi amiga Jazmín ha contribuido a ello. Como siempre, el aroma de los jazmines acompaña mis pasos.
jdiana