martes, 17 de junio de 2008

CUANDO ME HICE CONSCIENTE DE MI AMANECER

Era el año 2004, una mañana de primavera....

En el silencio de aquella mañana de lunes la persistente alarma del móvil me avisaba insistente de que eran las siete menos cuarto y había que volver al mundo “real”, y yo después de un gran esfuerzo por salir de la cama, venciendo mi habitual cansancio, me animé al fin, ante la aventura de afrontar un nuevo día. Lana, mi perra, me esperaba sentada en el pasillo y me llevó corriendo hacia la puerta de la calle. Al abrir la puerta una ráfaga de brisa fresca me avisó de que fuera podría darme frío y cuando me volví para coger de la percha del pasillo una vieja sudadera que todas las mañanas me ponía encima del camisón, me miré y pensé entre risas que tendría que comprarme una bata de verano. Algo mono para salir por la mañana a sacar a la perra. “No puedo seguir saliendo con estas pintas. Siempre no es carnaval”, me dije. Entonces recordé que unos días atrás, guardando la ropa limpia me había fijado en algo celeste que había entre los pijamas. Seguí mi intuición y subí al dormitorio. Abrí el cajón y allí mismo, olvidada en el fondo, había una bata que tenía desde siempre. Era compañera a un pijama, de esos de estilo chino, que hacía años que no usaba y probablemente habría tirado. En verdad, ni siquiera me acordaba de que estaba allí. ¡Que guapa estaba yo con ellos! Una vez fueron mis preferidos. Entonces vivíamos en el piso de la plaza Toral. ¿Cuántos años tendría?. ¿veinticinco? ¿veintiséis? David era aún pequeñito. A mi mente acudieron tenues recuerdos de aquel tiempo. “David tendría unos cuatro o cinco años, entonces ya me encontraba mal. Por aquel tiempo venía a casa un amiguito de la guardería a jugar con él que se llamaba Pablo. Siempre lo llevaba su padre. Era verano, uno de esos veranos que yo siempre estaba con fiebre y me daba frío. A mi me gustaba estar tranquila y cómoda con mi pijama y mi bata, y este señor, que ahora ya no consigo acordarme de si se llamaba Pablo también, se me presentaba como si fuese una amiga mía que trajese a su hijito a jugar con el mío mientras que nosotras echábamos la tarde. ¡Como si yo no tuviera otra cosa que hacer que estar de tertulia!; además, él era un hombre, dicho sea de paso, un poco soso y bobalicón, y un poquito raro. Todo el día iba con Pablito, como el le llamaba, de un lado para otro como si no tuviesen ninguno ni esposa ni madre. En mi recuerdo siempre lo veo achuchándole al carrito, lo que entonces llamaba la atención, pues no era corriente como ahora la imagen del padre llevando el cochecito. La señora, pese a que parecía invisible, existía, pero era directora de un colegio y siempre andaba ocupada. Entonces, me parecía a mí que ella era él y que él era ella. En aquellos años todavía no se veía normal este cambio de papeles, y yo la verdad, estaba hasta el gorro de aquél señor, que eso sí, era muy buena gente, pero sin darse cuenta invadía mi intimidad cada vez con más confianza y atontamiento. Creo recordar que hice algo para quitármelo de encima, pero lo que fuera no debió ser muy ético, ya que es algo escondido en mi memoria, un hecho que mi conciencia tiene velado para no enfrentarme al remordimiento de haber cometido algo malo. El caso es que conseguí que dejara de ir a mi casa, con lo que mi hijo perdió al primero de los pocos amigos que ha tenido, y yo, quizás también perdí al que podría haber sido un gran amigo para mí.”

En aquel punto de los recuerdos caí en la cuenta de que la amistad, para que florezca y dure, hay que cultivarla, y yo por alguna desconocida razón siempre había apartado a la gente de mi lado. De todas maneras aquello eran solo recuerdos del pasado, y yo tenía que descolgarme de ellos, porque si no sacaba a la perra pronto y me vestía no llegaría a la oficina, así que me coloqué la bata y bajé las escaleras. Me eché una ojeada y pensé que a pesar de tener tantos años y estar bastante usada aún me quedaba muy bien.

La perra se estaba impacientando y cada vez estaba más alborotada por lo que me costó ponerle la correa. ¡Como no me andáse lista se iba a mear allí mismo! A la pobre le costaba ya aguantar y ¡ya tenía merito que después de haber estado tanto tiempo sin salir a hacer sus necesidades fuera de casa que siguiese enseñada a hacerlo! Siempre ha sido muy inteligente y buena. Mientras la conducía a la calle me vino a la memoria el día en que vino a casa y los hechos que ocurrieron después. Fue en noviembre de mil novecientos noventa y uno, David, mi hijo, llevaba tiempo soñando con un perro, y un día su padre se presentó en casa con una bolita de pelos blancos, por lo que le pusimos de nombre “Lana”; en realidad lo decidí yo porque cuando la ví me recordó un ovillo de lana blanca y sedosa; era una mezcla de caniche con otra raza que no sabíamos cual pero que había dado como resultado una perrita maravillosa. Disfrutamos mucho criándola y pronto se hizo una más de la familia. Conforme crecía su pelo se fue haciendo largo y lacio, llegándole casi hasta el suelo; la cola erguida hacia arriba se abría como un gran abanico de pelo blanco y suave: siempre tuvo un nporte distinguido y señorial, que aún conserva. Cuando tuvo su primer celo una vecina que tenía un caniche con pedigrí, Rufo, nos convenció para que los dejásemos tener crías y tuvo cinco a cual más bonito y además resultó ser una madre perfecta. Por aquel tiempo nos habíamos comprado una caravana y en verano nos la llevamos con nosotros de vacaciones, pero surgió un problema. Se mareaba nada más subirse en el coche. Lo pasó fatal en el viaje y desde entonces cada vez que salíamos la teníamos que dejar en la guardería de perros. Siempre se quedaba llorando y nos daba pena dejarla, pero no había más remedio. Cierta vez, cuando fuimos a recogerla nos encontramos con que se le había escapado al encargado y estaba en mitad del camino, enganchada a un perro y se quedó otra vez preñada, volviendo a tener perritos. El caso es que, igual que era de buena para todo, lo era para conseguir escaparse cuando estaba en celo, y como siempre tenía perros en la calle esperándola, no pudimos evitar que pariese unas cuantas veces sin que nosotros le eligiéramos la pareja. Disfrutábamos bastante mientras criaba a los cachorritos, fuesen de raza o no, pero el problema estaba en que, cuando los cachorritos eran de Rufo, eran caniche casi auténticos y nos resultaba fácil conseguirles dueño, pero cuando era de un chucho costaba que los quisiesen y a nosotros nos gustaba encontrarles buenos amos a todos. Cierta vez que estaba de nuevo en celo, antes de que se nos escapase decidimos que dejaríamos que la preñase Rufo y tuvo cuatro hijitos; todos eran bonitos, pero nosotros nos encaprichamos con una que era verdaderamente linda. Fuimos encontrando familia para los otros, pero ésta se quedó la última y lana y ella se pasaban el día entero jugando de forma que Lana apenas nos echaba cuentas así que pensamos que, quizás si nos quedásemos con su hija, ella no nos echaría tanto de menos cuando nos íbamos de viaje y no tendríamos que llevarla a la guardería. Y así fue como nos juntamos con dos perras. A ésta le puse Ronda. Durante unos años nos funcionó; era más trabajo, pero estábamos encantados con las dos y echamos para adelante. Más tarde, como Ronda era casi caniche pura, la dejamos que tuviese crías con su padre y tuvo una que era casi idéntica a su padre. Nos volvimos a enamorar y esa vez no buscamos excusas tontas, sencillamente nos la quedamos y la llamamos Selina. La llamamos Selina. A partir de ahí la cosa se complicó. Por muy buenas que fuesen eran tres animales para cuidar. Mis hijos como todos al principio decían que las cuidarían, pero luego todos tenían cosas que hacer y el trabajo era para mí. Durante esos años yo no estaba nada bien, y a mi trabajo en el Ayuntamiento se sumaban las tareas de la casa, los niños y el trabajo que daban ellas, ya que nunca supimos enseñar a las dos pequeñas a que hicieran sus cosas fuera de casa, desde luego, porque nadie las sacaba a sus horas y yo no podía sacar tres perras de una vez. El trabajo que daban era enorme, soltaban mucho pelo y acabaron haciendo sus necesidades en la terraza, pero claro, luego había que limpiar la terraza, pero claro, luego había que limpiar la terraza. Era terrible, yo no podía con tanto. Toni, mi marido, les acondicionó un trozo de terraza para ellas, pero se pasaban el día entero allí encerradas. En verano hacía un calor terrible y en invierno frío. Lloraban mucho y cuando las dejábamos que saliesen para estar con nosotros lo ensuciaban todo, así que cada vez salían menos y yo sufría mucho por escucharlas de llorar, encerradas. Por mucho que protestaba y me peleaba con los niños, al final todo seguía igual; ellos siempre tenían excusa y la situación llegó a convertirse en un problema de difícil solución. Me gustaba tenerlas a mi lado, por la casa, pero no daba abasto limpiando lo que ensuciaban. En el otoño des dos mil tres, David se fue a trabajar y vivir a Málaga, así que éramos menos para cuidarlas. Allí encerradas, lloraban y yo también lloraba. Me horrorizaba la idea de que se pusiese alguna enferma y ni me diera cuenta. Casi no tenía quien cuidara de mí, ¿Quién iba a cuidar de ellas? Hasta que un día tomé la decisión de buscarles una familia que las pudiera tener por separado, libres y bien cuidadas. Para mi fue un sacrificio tremendo, lo hice sobre todo por ellas. Porque no se puede tener un animal de compañía encerrado, aquello no era vida; ellas se merecían estar con alguien que pudiera cuidarlas.

Hacía tiempo, en los primeros días de mayo, en la peluquería donde las llevábamos para pelarlas encontramos dueños para las dos más pequeñas. El día que se las llevaron se rompió algo dentro de mí, y aún hoy recordándolo no puedo evitar sentirme rota, es como si hubiese regalado a dos hijas mías, las quería tanto que preferí que se las llevaran con tal de no verlas encerradas. Pensé que estando con gente que las tratase bien y las cuidara iban a estar mejor que conmigo. Las sacrifiqué para que mi Lana, la más vieja, acabara sus días entre nosotros. Cuando se las entregué a sus nuevas dueñas yo confiaba ciegamente en que las cuidarían bien. Ellas así lo prometieron. Les advertí que si no se adaptaban a su nueva situación no tenían más que llamarme y de nuevo las recibiría en mi casa. Aquella mañana, cuatro de junio, un mes después de que se hubiesen ido Ronda y Selina, aún las echaba mucho de menos. Con un nudo en el pecho tuve que volver de nuevo a la realidad, pues si no me dejaba de recuerdos, Lana se iba a mear en la puerta de la vecina.

Hacía fresquito, parecía que iba a hacer un día muy bueno, faltaban pocos días para el verano y a mí me encantaba el buen tiempo. Íbamos hacía el parque, detrás del barrio, a lo que hasta hacía días había sido un campo lleno de yerbajos, pero lo estaban arreglando, habían hecho caminos con tierra de albero, como la del Paseo, y estaban colocando farolas; seguro que se quedaría muy bonito, aunque los vecinos más pesimistas ya comentaban que allí se iban a meter los jóvenes a hacer el botellón y armar jaleo. Es verdad que la gente dramatiza bastante, hay quien solo ve la parte mala de las cosas.

Valía la pena salir a esa hora, cuando las brumas del amanecer se abrían paso, para poder disfrutar del encanto del momento; se respiraba paz y tranquilidad, no era aún de día pero tampoco era de noche y los colores del cielo se emborronaban con las lucecitas de color naranja, que parecían dibujadas, salpicadas por todas las calles y que en aquellos momentos, comenzaban a apagarse; en milésimas de segundo se apagó la última farola, la bruma se hizo cada vez más luz, y al fondo, detrás de todo un tímido brillo, la luz comenzó a dibujar contornos, entonces el milagro diario tuvo lugar delante de mis ojos, el sol se fue abriendo paso en el horizonte, inundando la vega y a Antequera de un brillo y una energía inigualables.

Me costó apartar la vista de aquel espectáculo maravilloso, Lana tiraba de la correa y como yo no me movía porque me había quedado hipnotizada, se soltó, alejándose sin mí. Con pesar recobré el sentido y la llamé, le costó un poco obedecer porque ella tampoco quería volver. El momento era digno de clavarse en él, olvidándose de todo lo demás, flotar sobre el horizonte dejándose mecer por la brisa y dejarse embriagar con el canto de los pájaros. Cuando me di la vuelta el campo estaba ya inundado de luz y el color del albero se mezclaba con la luz del cielo. El fresco de la mañana se me metía por entre la bata; todo mi cuerpo se resentía, el dolor me obligaba a andar despacio, pero mi corazón palpitaba lleno de gozo. Las emociones se agolpaban en mi pecho y aceleré el paso, llevándome la paz y la tranquilidad del amanecer dentro de mí. Me esperaba otro día e iba a disfrutarlo pues comenzarlo de esta manera sería maravilloso.

Me arrebujé dentro de la bata y entonces me asaltó una idea clara y nítida; era como una certeza de que en nuestra vida hay siempre cosas buenas y malas, cosas que se dejan abandonadas en el cajón del olvido, cosas que contribuyen a que nuestra vida sea eso, nuestra vida. Esas cosas tienen un valor que casi nunca hemos sabido valorar, y de pronto un día, en nuestra continua búsqueda de renovación, búsqueda que lamentablemente la mayoría de las veces se hace a ciegas, nos encontramos con que lo que buscamos durante años, estaba en un cajón arrinconado, lo habíamos apartado de nosotros y de nuestra vida sin saber por que, simplemente porque nos habíamos olvidado de que estaba allí y de repente, un día casi por descuido, nos topamos con ellas y las vemos de forma diferente; de repente tienen un brillo especial. ¡Que bellas y atrayentes son! ¡Que valiosas las vemos entonces!

Me decía para mí misma que de pronto me había encontrado con que no necesitaba comprar una bata nueva ya que esa que llevaba años “en el cajón del olvido” resultó servir pues era bonita, suave, y lo mejor de todo, que me seguía fascinando como cuando estaba nueva. Entonces pensé: “¡Pero que tonta y ciega he sido! ¿Como la he dejado tantos años escondida?” Me pregunté si sería que alguien había cambiado la vieja por aquella otra, más bonita, más apetecible; pensé que podría ser un milagro, o quizás que en la noche, durante el sueño, algún ángel me había cambiado los ojos, ya que comencé a darme cuenta de que no era solo la bata, sino también la calle, el cielo, el horizonte, el aire, y hasta mi perra, parecía más linda y más hermosa. Pero, ¡no podía ser! me toqué los ojos, y eran los mismos; entonces ¿que había pasado? , me detuve y reparé en que también había más pájaros en el aire, su canto era más bello. ¡pero si hasta el aire olía mejor! ¡No me podían haber cambiado todos los sentidos! no, seguía siendo yo misma, pero no la misma., algo había cambiado en mí. ¿Sería mi manera de sentir y de ver las cosas? Era algo insólito que no me lo podía creer; mis sentidos eran los mismos, pero yo lo veía y sentía todo de manera diferente; era una sensación maravillosa. ¡Cuanta felicidad me había perdido y cuanta energía había malgastado pensando en batas maravillosas que me podría comprar, cuando en un cajón, tapada con otras cosas, estaba la de mis sueños, la mejor de todas!

Así, sumida en estos pensamientos regresé a mi casa, sujeta de la correa de la que tiraba la perra. Con todo el pesar del mundo me quité la bata para ducharme y vestirme, pues tenía que irme a trabajar. Esta vez la colgué en la percha, bien a la vista, para verla cada vez que me hiciera falta, y prometí que ya nunca más me olvidaría de ella. Quizás alguna que otra vez, cuando hiciese más frío, usaría la de invierno, o cuando hiciese más calor, saldría sin ella, pero una cosa era segura, siempre la tendría a mano; y quizás, ¿quien sabe?, con un poco de suerte, si buscaba en el cajón del olvido, quizás, encontraría más prendas olvidadas.

Aquella mañana me dirigí hacia la oficina todavía sumergida en mis pensamientos. Pasé el día ocupada en múltiples quehaceres pero impulsada por una fuerza interior que no me abandonó en todo el día. Al llegar la noche, antes de dormir, encendí el ordenador y por fin me dispuse a escribir algo que llevaba todo el día pugnando por salir de mi interior. Tenía que volcar todas las emociones y sentimientos que me bullían dentro, y esto es lo que salió:

“Cuando el guerrero decide enfrentarte a sus fantasmas sabe que tiene un largo camino por delante en el que le espera mucho trabajo, pero no le importa y lo asume con entusiasmo, alentado por esa llama que se enciende dentro de él cada vez que emprende una batalla nueva. Gastada la euforia del comienzo la realidad se hace más cruda y el cansancio deja su huella; entonces, la confusión y el desconcierto intentan ganar terreno. El buen guerrero nunca se rinde, podrá librar batallas en muchos frentes y unas ganará y muchas perderá, pero la “guerra” continúa. Una victoria le da fuerzas para soportar cien fracasos. A lo largo del camino va comprobando que el amor que va creciendo le hace fuerte, cada vez más fuerte. Un buen día, en un recodo del sendero descubre esa energía, esa sensación, esa fuerza.... le llena, le rebasa, le reconforta, le hace sabio, le hace comprender, le hace tolerar, le hace vibrar, la siente danzar dentro de él, le canta, le mece, le abraza, le hace brillar… “

Yo hoy me siento como ese guerrero: fuerte y valerosa, pero también algo cansada. Tengo ganas de seguir mi camino en busca de victorias, pero antes necesito hacer un alto en mi camino. Al hacerlo, en un recodo, he reparado en esa niña triste, abatida, pisoteada, anulada, abandonada.... esa niña que hay dentro de mi, y con el amor que me embarga la he mirado, le he extendido mi mano y le he dicho:

“Ven, siéntate a mi lado, no sufras más, no temas; ya no estarás más sola ¡Te amo tanto!. Tenemos mucho de que hablar, yo te contaré y tú me escucharás, tú me contarás y yo te escucharé. Juntas andaremos el camino, no importará que sea largo y duro; no importará que alguna vez nos perdamos, porque cogidas de la mano encontraremos otra vez el buen sendero. No importará que nos coja la noche, haga frío y no tengamos donde refugiarnos porque las dos abrazadas nos reconfortaremos hasta que venga el día. Juntas lloraremos, juntas reiremos, juntas nos equivocaremos, juntas aprenderemos de nuestros errores, juntas amaremos. Juntas disfrutaremos del sabor dulce y amargo de la vida; juntas las dos, tendremos el coraje y el amor que hace falta para andar el camino sin mirar atrás. Así que ya sabes mi niña: no llores más, que tú y yo cogidas de la mano caminaremos una eternidad. Quiero decirte tantas cosas que se me agolpan las palabras. Hemos estado calladas tantos días, tantos años, tanto... que no se por donde comenzar. Te miro a los ojos, esos ojos de mirada fija y penetrante, implorante y suplicante, y no se como he podido estar tanto tiempo sin darme cuenta, sin reparar en ti. ¡Te he tenido tan olvidada por tanto tiempo! Ahora sé que tú no has estado escondida, has estado mirándome y reclamándome desde el rostro de mi hijo, desde el de mi hija, desde el de mi padre, de mi madre, de mis amigas, desde la gente que me rodea... he sido yo quien te arrinconé, te dañé, te ofendí, te metí en el cajón del olvido y luego te eché encima mis miedos, mis dudas, mis incertidumbres, mis desesperanzas, mis quejas, mis críticas, mi sentido de culpabilidad, mi desconfianza, mi rencor, mi rabia, y debajo de todo, tú aún me reclamabas a través de los ojos de todos, y utilizabas sus brazos para extenderlos hacia mí y suplicarme que te sacara de allí. Me decías que necesitabas mi amor, mi aprecio, mis cuidados, mi reconocimiento, mi apoyo, y querías decirme que tu, a pesar de todo, me amabas más que a nada, tal como yo era., que te tenía para apoyarme y darme ánimo; que no me culpabas de nada, que no tenía que hacer nada especial para merecerte, que lo único que necesitabas era que te reconociera y te dejara estar a mi lado. He estado ciega, no te veía, no te reconocía en ellos. Hasta este momento nunca hasta ahora pensé que cuando mi hijo me reclamaba llorando eras tú, mi niña interior, quien me llamaba y me decías que estabas ahí. Ahora ya no nos separaremos más, iremos juntas, cogidas de la mano. Juntas recorreremos este camino, largo y quizás todavía difícil.. Tú ya no estás sola, yo tampoco. Así, enlazadas de la mano; al igual que en el cuento de navidad, nos trasladaremos primero al pasado. Haremos un recorrido por estos años ya vividos, tratando de unir los recuerdos para hilar nuestras vidas, tratando de comprenderme mejor para aceptarme a mi misma y llegar a concederme el perdón que tu me pides y así poder comprender, aceptar y perdonar a los demás. Requisito imprescindible para conseguir la paz interior que anhelo. Recorreremos, esta vez sin dejarte atrás, mi infancia y mi adolescencia y me acompañarás hasta la madurez, y una vez regresemos de nuestro viaje por el pasado, lo olvidaremos y no nos volveremos a recrear en él. Miraremos hacia delante, siempre presentes en el aquí y el ahora, y junto a ti viviré toda mi vida, porque ¡eso si! NUNCA MAS DEJARE DE SER LA NIÑA QUE DESEO SER.”

Aquella conversación con mi niña interior había sido maravillosa, mágica; con ella vertí lágrimas fuertes y amargas, dulces y saladas, tristes y alegres, pero fueron sobre todo liberadoras. Destaparon energías densas y negativas que había en mí y me sentí llena de un entusiasmo renovador. Presentí que me haría seguir adelante, aunque el camino que me esperaba sería largo y duro, deseaba cumplir con lo prometido a mi niña interior; Me lo debía a mi misma, me lo merecía.

Aquél cuatro de junio de dos mil cuatro fue intenso y maravilloso, aquél día comencé a escribir, aunque fuese de una forma un tanto especial. Aquél día decidí enfrentarme a mis fantasmas cara a cara, para ello pensé que sería divertido hacerlo por escrito, ya que siempre me había gustado escribir, escribiría como terapia; desde entonces no he dejado de hacerlo. El camino ha sido duro, muy duro, y hoy, después de algunos años sigo haciéndolo y he pensado hacer realidad uno de mis sueños de toda la vida: convertir todos estos escritos en un libro; los recopilaré, tacharé y corregiré. Soy consciente de que siempre habrá alguien que no entienda lo que yo quiero transmitir, que se sienta afectado por lo que cuente, pero no hay nada más lejos de mi intención el provocar que nadie se sienta dolido. Mi intención y mi deseo no es dañar a nadie. Quizás la realidad haya sido otra, pero yo cuento las cosas cómo la he vivido y sentido yo y cómo esto ha influido en mí. Yo sé que no es bueno remover el pasado, sé que hay que vivir el presente, pero también que hay excepciones en las que se justifica; no hurgo en el pasado, lo traigo al presente para reconciliarme con él. Estoy convencida de que conforme siga con mi relato iré tomando conocimiento de muchas cosas enterradas en mi subconsciente. Es un trabajo que necesito hacer para sanar mi vida y aunque tal vez nunca llegue nadie a leer lo que escribo, el esfuerzo habrá cumplido su finalidad. Yo comencé a escribir porque necesitaba hacerlo. Desde que hace tiempo que emprendí la tarea de encontrarme a mi misma, comprendí que para conseguirlo tendría que ir tirando del ovillo, desenredarlo sin dejar ningún cabo suelto. Solo así la labor sería fructífera. Hay personas implicadas en mi vida que quizás en algún momento de ella hayan salido mal paradas en mi juicio, debido a que mi vivencia de entonces así lo exigió: ellas se merecen una reconsideración de los hechos por mi parte, es un tributo que quiero brindarles.

jdiana

sábado, 12 de abril de 2008

LOLITA Y LAS ESCALERAS MECANICAS

Lolita era una ratita muy presumida. No le gustaba salir de casa sin haberse mirado al espejo y comprobado que cada pelo de su cabeza estaba en su sitio y la cara le brillaba de puro limpia, entonces, con mucho cuidado se colocaba su sombrerito color turquesa y se lo anudaba bien para que no se le cayera. En ese momento el espejo le devolvía una imagen impecable y sus ojillos, pequeñitos y pícaros chispeaban de satisfacción.

Faltaban pocos días para la llegada de la Navidad y como era tan previsora, aquella tarde había decidido ir a realizar sus compras antes de que todo estuviese lleno de gente y le costase más tiempo y dinero adquirir los regalos que tenía pensados para sus amigos.

A Linda, la gatita coquetona que siempre la escuchaba y la aconsejaba cuando tenía un problema, le quería comprar un delantal nuevo, pues se había dado cuenta de que el que usaba para hacer sus ricos pasteles ya estaba muy gastado y quizás no aguantaría más lavados.

A oscar, el topo bromista e inquieto que siempre las acompañaba a las fiestas y les hacía reír con tanta facilidad, le buscaría un juego de magia, para que practicara buenos trucos y siguiera animando las fiestas.

A Pedro el cerdito, llevaba tiempo convencida de que lo que le hacía más falta era un libro donde aprendiera a comer mejor y dejar de engordar, porque había que ver como se estaba poniendo últimamente.

y a Lisa, esa perrita tan mayor que vivía al final de la calle y a la que acudían todos siempre que estaban tristes en busca de palabras de consuelo, le buscaría una mantita suave y sedosa para que la resguardase del frío helado que estaba haciendo ese invierno.

Pero claro, eran cosas tan variadas que una de dos; o se recorría la ciudad de tienda en tienda hasta encontrar todo, o se iba a un centro comercial donde hubiese de todo y acabar antes.

Lo que ocurría es que a Lolita los centros comerciales como que no le gustaban demasiado. Bueno, a decir verdad no le gustaban nada. Salio de casa con estos pensamientos y andando acera abajo barajaba los prós y los contras de las dos alternativas.

Decididamente no le apetecía recorrer muchas tiendas, pues el frío en la calle era tremendo y conforme iba andando por la acera se fue quedando helada, y la nariz cada vez se la notaba menos, por momentos creía que se le iba a caer al suelo, rota, así que no lo pensó más y enfiló calle abajo rápidamente hacia el Corte Ingles que había al final. Allí al menos estaría calentita.

¡Uf, que calentito se está aquí dentro! Se dijo cuando traspasó las puertas de cristales que se abrían y cerraban automáticamente al compás de la música de villancicos que sonaba dentro.

Lolita se alegro de haber elegido hacer sus compras allí. Dentro todo estaba lleno de adornos de Navidad, había lazos rojos y bolas doradas y muchas luces que se encendían y se apagaban.

Recorrió toda la primera planta y encontró el libro que buscaba para Pedro. Como no le gustaba subir por las escaleras mecánicas decidió subir por las escaleras normales hasta la segunda planta, donde estaba la sección de hogar.

Allí buscó y buscó y al final encontró la mantita ideal para Lisa. Era blandita, sedosa y no pesaba nada, así se podría acurrucar en ella sin que le molestase a su cuerpecito ya viejo y delgadito y desgastado por la edad, y seguro que su color rosa le encantaría pues ese color era su favorito.

Llevaba ya casi una hora dando vueltas y comenzaba a sentirse cansada pero aún así volvió a subir por las escaleras ya que los juguetes estaban en la planta cuarta y allí encontraría el juego de magia. Entre multitud de cajas de juegos de todas clases encontró al fin uno que decía “Magia para principiantes” y Lolita se dijo “- ¡aja! Este es el que yo buscó” y sin darle más vueltas fue a la caja y después de que se lo envolvieran en un bonito papel de colores y le colocaran un lazo rojo lo pagó, y cogiendo la bolsa junto a la otra se fue a buscar los regalos que le faltaban.

Iba a mitad de las escaleras cuando de repente se sintió tan cansada que tuvo que sentarse en una de ellas. Las bolsas le pesaban, ella era una ratita menudita y aquello era demasiado peso. Allí sentada, con la cabeza apoyada en la pared, sintió como un rugidito; escuchó atentamente y se dio cuenta de que era su estómago. ¡Claro! – se dijo – si no he merendado… acababa de caer en la cuenta de que estaba muerta de hambre.

En la siguiente planta estaba la cafetería así que de un salto se levantó y subió el tramo de escaleras que le faltaban. Pronto se encontró cómodamente sentada delante de una taza de chocolate calentito y una buena ración de pastel de manzana.

Mientras comía unos recuerdos acudieron a su mente. Cuando era niña su madre la llevaba de compras allí y siempre acababan la tarde merendando precisamente chocolate y tarta de manzana, su merienda favorita. Juntas se lo pasaban de fabula, recorrían las plantas de arriba abajo, mirándolo todo.

Recordaba muchos detalles de aquellas excursiones…y de pronto, algo agitó su corazón, un recuerdo olvidado, arrinconado, se coló entre sus pensamientos. Recordó que ella entonces no le tenía miedo a las escaleras mecánicas, al contrario se lo pasaba bomba cuando subían y bajaban por ellas, es más, mientras que su madre iba parada hasta llegar a su destino ella subía y bajada dos o tres veces, no había manera de que se estuviese quieta… pero un día algo terrible ocurrió… al recordarlo su corazón comenzó a palpitar rápidamente pero por mucho que quiso volver a enterrarlo no pudo, la escena pasó ante sus ojos.

Aquel día ella iba un poco revoltosa, mas de la cuenta, y su madre no hacía mas que reñirle para que se estuviese quieta pues las escaleras iban llenas de gente y ella no hacía más que subir y bajar incordiando a todos.

Llevaba un vestidito de falda de vuelo que casi le llegaba a los pies, de repente ella tropezó con un señor muy serio y no pudo evitar caer. En la caída su falda se pilló con la escalera, cuando se dio cuenta comenzó a gritar como loca, la escalera se la tragaba… y si aquel señor no la coge al vuelo arrancándole la falda dios sabe lo que habría ocurrido. Se armó un revuelo bueno y su madre ya pasado el susto se enfadó muchísimo con ella, tanto que la castigo sin merienda. A ella eso era lo que menos le importaba ya que el susto que había pasado le había quitado las ganas de merendar.

Esa noche tuvo pesadillas con las escaleras mecánicas que se convertían en un monstruo grande y feo que quería comérsela. Lo pasó tan mal que por la mañana se prometió no acordarse más de aquel suceso ni de las escaleras.

En adelante, cuando iba al Corte Ingles siempre subía por las escaleras normales y con los años se fue olvidando del motivo, solo recordaba que las mecánicas le daban miedo.

Ahora, recordándolo todo con ojos de adulta se dio cuenta de que ese miedo era absurdo, aquello le pasó porque no le había hecho caso a su madre subiendo las escaleras como era debido, sin tener cuidado. Aquello había sido un incidente sin mucha importancia, nada más.

Terminando su ración de pastel se sonrió dándose cuenta de lo que se había perdido durante tantos años a causa de su miedo infundado. Las escaleras mecánicas no eran ningún monstruo maligno al que hubiera que temer.

Con una sonrisa en la cara y una mirada pícara se fue derecha a las escaleras y sin pensárselo dos veces se subió en ellas. Cerró los ojos y se vio de nuevo, pequeña y traviesa soltándose de la mano de su madre, jugando a imaginarse que iba subida en nubes de algodón que se movían por el cielo y que le llevarían a mundos desconocidos.

Así, como una niña revoltosa, se recorrió de nuevo todas las plantas, subiendo y bajando por las escaleras mecánicas, divirtiéndose tanto, tanto… que se olvidó de comprar el resto de regalos.

domingo, 10 de febrero de 2008

UNAS CARTAS BIEN GUARDADAS

PRIMERA PARTE

Un recuerdo de mi niñez que tengo imborrable en mi mente es aquella lata azul brillante que había en la repisa de la cocina, una caja que antes había contenido el famoso Colacáo que nuestras madres se afanaban en darnos y nosotros nos tomábamos como si de una golosina se tratase. Tenía dibujados unas figuras, un chinito con su sombrero puntiagudo junto a una chinita con su paraguas rojo y kimono amarillo, una casita, un arbolito, unas hierbitas y el típico chinito portando una vara con una cesta enganchada en cada extremo y dirigiéndose hacia un puente blanco que parecía atravesar un río, todo ello en color blanco, amarillo, rojo y negro, y en la tapa, presidiendo, las letras “COLACAO”. Creo que en las mentes de todos los niños de aquélla época está grabada la canción “ yo soy aquel negrito del Africa tropical que cantando bailaba la canción del colacao, y es el cocalao desayuno y merienda, es el colacao alimento sin igual…” La caja estaba desgastada y arañada por los roces de años de uso y a mi me encantaba cogerla, ponerla en mi regazo, abrirla y descubrir los tesoros que guardaba.

En mi recuerdo están las tardes de lluvia, cuando no podía salir a jugar a la calle y sentada junto a la ventana, viendo caer el agua a través de los cristales, me arrebujaba en la mesa camilla donde chispeaba la candela de picón, y le pedía a mi madre que me dejara jugar con la caja. Ella al final accedía con la condición de que no perdiera nada y lo dejara después todo tal como estaba. Era fácil cumplir con lo impuesto, pues lo que contenía era un batiburrillo de objetos, mezclados sin orden ni concierto, así que los dejase como los dejase el orden inexistente sería el mismo, una mezcla de cosas, algunas imposible de identificar por mi conocimiento de niña de seis años. Cuando la abría a mi se me antojaba que era una caja de tesoros, objetos preciosos con los que dejaba volar la imaginación y con los que era capaz de pasar toda una tarde jugando sin que mi madre se percatara de que tenía una niña al lado. Dentro había botones, quitados a alguna camisa vieja utilizada para hacer trapos para limpiar, o caídos de alguna prenda y sustituidos por otros más bonitos, los había dorados, grandes, pequeños, de colores… también había hebillas, trocitos de elástico, bobinas de hilo gastadas, canillas de la máquina de coser……… allí mi madre iba guardando todas aquellas cosas que no tenían un sitio en concreto para ubicarlas y que como no se decidía a tirarlas y aunque lo más seguro es que quizás nunca sirvieran, las guardaba por si acaso alguna vez se podían volver a utilizar. Dentro también había alfileres y agujas con los que a veces me pinchaba y entonces mi madre me decía: ¿has visto? Te he dicho que gastes cuidado. A mi no me importaba pincharme, merecía la pena correr riesgos con tal de poder poseer aquellos maravillosos tesoros, aunque fuese por fugases momentos.Ahora, después de muchos años, se me antoja que nuestra vida es como aquella caja de tesoros de mi infancia. En ella hay muchos botones y objetos bonitos, pequeñas o grandes cosas que nos acompañan en el día a día, la mayoría de las veces sin que nos percatemos de ello, pero que están ahí, a nuestro alcance a poco que estiremos la mano. Pueden ser personas, más o menos cercanas, a veces gente que ni siquiera llegamos a conocer pero que pasan por nuestra vida aportando algo que nos faltaba o que debíamos aprender, y desaparecen de ella dejando su huella en nosotros. También son valores que hemos aprendido en el transcurso de los años, enseñanzas que nos hacen valiosos o situaciones en las que nos encontramos, acontecimientos felices…todos son tesoros que hacen que nos sintamos bien o que lleguemos incluso a considerarnos felices. Pero en la caja de la vida también hay alfileres, agujas y otros objetos que pueden resultar cortantes, peligrosos, que pueden herirnos y hacernos mucho daño si no tenemos el debido cuidado, que están ahí para enseñarnos a ser prudentes, pacientes, tolerantes, o incluso más amorosos. En el contexto de la vida estos alfileres pueden ser malas experiencias, ofensas que recibimos, personas que perdemos o a las que tenemos que renunciar, a veces por exigencias ajenas a nuestra voluntad…

A mi madre los alfileres o las agujas que guardaba en aquella lata, de vez en cuando le eran útiles, para eso estaban allí, y a mí me obligaba a ir con cuidado. Aquella caja de tesoros no hubiera sido la misma sin ellos, yo los adoraba a todos, a los que en apariencia eran bonitos e inofensivos y a los que representaban un peligro porque esos me enseñaron a ser valiente, a enfrentarme al peligro. Saber que estaban allí hacía más excitante mi aventura. Sin ellos mi juego no habría sido lo mismo.

Igual ocurre con la vida, deseamos que todo nos vaya bien, que no nos falte el amor, que no haya alfileres que nos dañen, pero es imposible, en la caja de tesoros está todo mezclado, si no fuese así perdería su esencia. En la vida, las experiencias buenas y malas se entremezclan, y esto es lo que le da su esencia, lo que convierte la vida de cada uno en un pequeño tesoro, digno de ser guardado en una bonita lata de Colacao.

En el estante de la cocina, junto a la lata azul, había otra un poco más grande. Esta era de cartón, forrada de tela de algún color que con el paso del tiempo y seguramente el humo de la cocina, se había convertido en indeterminado, y atada con un lazo negro desteñido tan firmemente que seguramente hasta a mi madre le costaría trabajo desatarlo para abrir la caja. A mi ésta no me atraía, no me gustaba el color que tenía, me inspiraba tristeza. Un día, cuando tenía casi ocho años, me picó un poco la curiosidad y le pedí a mi madre que me la dejara, que quería ver lo que había dentro. Ella me respondió con firmeza y un poco arisca que allí no había nada que yo tuviera que ver. Aquello hizo que el poco interés que tenía por ella se aumentara hasta el punto de que cuando una tarde ella estaba en casa de la vecina, traté de cogerla a escondidas. Yo era una niña menudita y más bien bajita y el estante estaba bien arriba, cerca del techo, así que tuve que subirme a una silla apoyando una pierna en la encimera de la cocina a malas penas conseguí que mis brazos llegaran hasta la caja. Así me sorprendió, a caballo entre la silla y el poyo, con la caja entre mis manos, a punto de hacerme con ella. Nunca antes había visto a mi madre tan furiosa, en tres grandes zancadas llegó hasta mi, me bajó de la silla y me dio una sonora bofetada en la mejilla, con lo que la caja, sorprendida a medio camino del estante y mis pequeñas manos, se estrelló contra el suelo, desbaratándose y permitiendo que todo lo que contenía se esparciera ante la desesperación de aquella mujer a la que de pronto yo no reconocía.

Jamás me había tratado así, no lo entendía, ¿Qué había hecho para provocar aquello? Corrí hacia mi habitación, con una mano sujetándome la mejilla dolorida y la otra el corazón, que hecho pedazos, parecía salírseme del pecho. Desde allí escuchaba atónita el llanto de mi madre, un llanto roto, desgarrado, un llanto que mi mente de niña recordaría durante muchos años, un llanto que no llegaría a comprender hasta que, ya mayor, el contenido de aquella caja cayera en mis manos.

Aquella noche no me atreví a salir de mi habitación. Vestida y con los zapatos puestos me acurruqué sobre la cama, abrazada a mi muñeca de trapo, hasta que el llanto me agotó y me dormí. Tampoco mi madre se acercó hasta allí ni me llamó para cenar. Cuando abrí los ojos la luz del día entraba por la ventana y un rayo de sol casi llegaba hasta mi cama. Estaba engarrotada, extraña, me sentía como si hubiera despertado de un mal sueño. Era la primera vez en mi vida que no me despertaba el beso de mi madre diciéndome que espabilara, que tenía que ir al colegio. Ese día intuí que algo había cambiado, que nuestras vidas ya no serían las mismas.

De repente un latigazo en el pecho, un resorte invisible hizo que saltara de la cama y echara a correr hacía la cocina. Allí me encontré a mi madre, hecha un ovillo sobre el suelo, abrazada a un montón de papeles. Aterrada me abracé a ella y le grité: “mámi, mámi, despierta, por favor, despierta, perdóname, no lo haré más”, pero mi mámi no me contestaba, yo seguía abrazándola, besándola, pero su cuerpo estaba helado, inerte, no me contestaba ni me contestaría nunca más. Como pude me introduje entre sus brazos y así abrazada al cuerpo sin vida de mi madre me encontraron varias horas después cuando la hermana de mi madre, mi tía lucía llegó a la casa alarmada. Isabel, mi madre no se había presentado en todo el día en el bar donde las dos trabajaban. Les costó mucho separarme de ella, me había abrazado tan fuerte a ella que su rigidez me tenía inmovilizada. Me pasé el día entero repitiendo las mismas palabras, “mámi, contéstame” y ahora ya no me quedaba ni saliva, las fuerzas hacía horas que me habían abandonado, pero al ver que intentaban arrancarme de sus brazos luche con uñas y dientes, lloré, pataleé y creo que hasta llegue a arañarles. No entendía lo que pasaba, no quería entenderlo. Aquello no podía estar pasando, mi madre no podía dejarme así. ¿Qué tan malo era lo que yo había hecho para que causara la muerte de mi madre?

Mi tía me llevó a su casa, me baño, me puso un pijama, me hizo tomar una tila calentita y me acostó en su cama. Estuvo conmigo abrazada acariciándome el pelo, como una autómata, callada, hasta que el sueño se fue adueñando de mí. Cuando pensó que estaba dormida me soltó suavemente, me tapó con cuidado y salió de la habitación. Las sábanas olían a jabón, el mismo que utilizaba mi madre para lavar su ropa, y las mantas se pegaban a mi cuerpo intentando abrigarme, pero yo tenía metido en mí él olor tan desolador y aquel frío helado que el cuerpo de mi madre desprendía cuando me arrancaron de sus brazos. Mis sentidos tardarían años en olvidar aquellas sensaciones.

jdiana

FRAGANCIA DE JAZMIN

FRAGANCIA DE JAZMIN

Era una de esas tardes de verano en las que el calor dentro de casa era insoportable. El edificio tenia una orientación tal que el sol iba recorriendo una a una todas las paredes y cuando llegaba la tarde hasta el último rincón de la vivienda estaba caliente. En invierno esto era una ventaja, pero ahora, a mediados de julio, hacía insoportable el permanecer dentro. No me apetecía pasar el tiempo delante del ventilador porque además éste lo único que hacía era mover y mover el mismo aire caliente, así que me di una ducha de agua fría, me recogí el pelo en una coleta y me puse el vestido más fresco que tenía y me fui a la calle buscando un poco de brisa fresca.

Las escaleras de mi bloque eran estrechas y oscuras y cuando salías a ellas desde el interior del piso la primera impresión era de frescor ya que al ser interiores, el sol las golpeaba menos y la diferencia con el interior del piso bajaba unos grados, pero al carecer de ventilación, una vez en ellas y conforme se iban bajando, la temperatura se iba notando y la sensación de no poder respirar iba en aumento. Yo tenía que bajar cuatro pisos y nunca veía el momento de verme en la calle, al aire libre. Cuando bajaba procuraba hacerlo despacio, intentando hacer el menor esfuerzo posible para no volver a empaparme de sudor. Tenía un truco que había llegado a perfeccionar bastante para soportar la sensación de asco y falta de aire cuando cruzaba la puerta de mi vivienda y me introducía en aquel túnel negro y mal oliente, debido a los olores de las comidas de las viviendas que se acumulaban un día tras otro. Consistía en hacer tres respiraciones profundas antes de abrir la puerta, mediante las cuales me imaginaba que me disponía a cruzar las puertas de un jardín maravilloso, a continuación abría mi puerta y sumergida en una especie de ensueño comenzaba a bajar las escaleras, despacio, con los ojos medio entornados, imaginando que recorría un jardín frondoso, rodeada de árboles y plantas, disfrutando de los aromas de rosas, claveles y un sin fin de flores exóticas cuyos aromas me penetraban. Así, casi sin darme cuenta, llegaba al portal y solo cuando la luz cegadora de la calle me obligaba a abrir los ojos, abandonaba mi ensueño y salía del jardín.

Aquél día, a mitad de las escaleras del tercer piso, cuando yo me imaginaba que recorría un sendero de tilos, transportada por la fragancia suave de sus flores, tuve la mala suerte de cruzarme con la vecina del tercero A. Era bastante inusual que dos vecinos bajasen las escalares a la vez. En el bloque había seis plantas con dos viviendas en cada una de ellas y todos los que las habitaban eran personas mayores que apenas bajaban a la calle, salvo la señora Remedios, una mujer de unos setenta y tantos años, viuda y sin hijos que vivía allí, y claro está, yo que vivía en el cuarto B. Doña Remedios era dada a entablar conversación con la primera persona que se encontrara, le gustaba preguntar por todo, por la salud por el trabajo, por la familia… cualquier cosa con tal de tener un rato de charla, y como no tenía muchas ocasiones de hacerlo cuando se le presentaba una no te escapabas así como así. Yo le temía, pues aunque le dijeses que tenías prisa ella seguía con su interrogatorio y no te dejaba hasta saciar su apetito de curiosidad y de comunicación, y mira por donde aquella tarde se le ocurrió salir a la misma hora que a mí. Cuando pasaba por su puerta, ensimismada, ella la abrió y me la tope cara a cara. Ya no había remedio, aunque con trabajo y sobresalto, salí de mi letargo e intenté decirle apresuradamente, como si en realidad acudiese a apagar un fuego que solo dependía de mí, “buenas tardes, señora Remedios, hasta luego”, pero no resultó; antes de que yo acabase la frase ella me había cogido del brazo y no estaba dispuesta a que me escapara. Amablemente me devolvió las buenas tardes y a continuación, sin soltarme me dijo que iba a misa, que qué bien que bajaríamos juntas, así ella iría más segura, cogida a mí, pues cada día le costaba más trabajo bajar aquellas malditas escaleras. No pude excusarme, pero tampoco ella me dio opción, se agarraba fuertemente a mí, como si yo fuese el bastón más fuerte del mundo. Tardamos un buen rato en llegar a la puerta de la calle, su paso era lento y a cada momento se iba parando, charlando. No recuerdo cuantas cosas me contó. Me hablaba, me preguntaba, pero no me escuchaba, ella solo necesitaba hablar, escuchar no le interesaba. Se pasaba el día entero sola en aquél piso, escuchando la televisión, sin poder hablar con nadie, así que ahora que tenía ocasión no la iba a desperdiciar; ahora hablaría ella ¡ya escucharía después otra vez la tele! Yo me limitaba a asentir con la cabeza, y de vez en cuando conseguía soltar algún que otro monosílabo, pero nada más. Cuando por fin cruzamos la puerta de la libertad, la que me libraría de aquél peso muerto y de aquella charla que casi no entendía, y que por supuesto tampoco hacía por enterarme pues todo eran críticas al gobierno, a los jóvenes, a los inmigrantes, a los vecinos… me solté de los garfios que me tenían retenida y con un rápido, “vale, hasta otro rato, doña Remedios” me largué a toda prisa, antes de que le diera tiempo a decir nada más. Por un momento me sentí enfadada conmigo misma por dejarla de aquella forma, comprendía que era una persona mayor, sola y triste, pero yo sabía que su falta de compañía se debía a que todos le huían por su forma de ser, cansaba a todo el mundo por su pesimismo, sus continuas quejas y sus criticas, a veces despiadadas. En tiempos contaba con un grupo de amigas con las que se encontraba para ir a tomar café, dar paseos o ir a misa, pero todas se cansaron de sus tejemanejes y es más, el grupo casi se deshizo en una pelea propiciada por sus critiqueos. Yo no quería ser descortés ni falta de humanidad pero tampoco me podía permitir entrar en su juego, así que la evitaba cuanto podía.

Me pareció mentira verme en la calle, respirando aire fresco, aunque la verdad es que fresco no es que lo fuera mucho, pero por lo menos no era tan rancio como el que se respiraba dentro de las escaleras. Aún lucía el sol con fuerza; sus rayos daban en las fachadas de los pisos últimos dibujando contornos nebulosos, chocaban contra los cristales de las ventanas y volvían a la calle, obligando a los viandantes a entornar los ojos para no cegarse. Me coloqué las gafas de sol, respiré hondo y comencé a caminar lentamente. Continué por la acera, calle abajo, hasta llegar a la rotonda donde comenzaba el parque. Allí se respiraba todavía mejor, las fragancias se mezclaban y la sombra que los árboles proyectaban sobre el albero creaba un ambiente maravilloso para pasear.

El parque tenía cuadro entradas, cada una por una calle diferente y cada una de ellas daba paso a un ancho camino de tierra ocre bordeado de arriates donde crecían variados árboles y plantas. Los cuatro caminos se encontraban en una ancha plazoleta en cuyo centro había una fuente que siempre me había encantado por su sencillez y originalidad. Consistía en un estanque en cuyo centro habían colocado una gran mole de piedras. El agua brotaba de una puntiaguda que sobresalía de las demás, más bien planas, e iba resbalándose de una a otra hasta llegar abajo, consiguiendo un suave tintineo que se esparcía por todo el parque. Entre las piedras creían plantas, algas y musgo, igual que dentro del estanque donde las reinas eran los nenúfares. La luz se reflejaba en el agua haciendo que esta pareciese un espejo, un espejo mágico, donde a veces, según quien mirase, la maraña de plantas semejaba extrañas siluetas de rostros fantasmagóricos. Distribuidos por las distintas calles había bancos de piedra, desgastados por el tiempo y la intemperie. Daba gusto sentarse en uno de los que estaban más cerca del estanque, cerrar los ojos y escuchar el murmullo de las gotas de agua recorriendo las piedras. Yo gustaba de hacerlo en uno que estaba delante de un arríate donde lucía esplendoroso un viejo jazmín, mi planta favorita desde siempre, desde que era niña.

Aquella tarde, como tantas otras, di un tranquilo paseo por las cuatro calles, deleitándome del perfume y el color de todas las plantas que me encontraba a mi paso, y después busqué aquel banco amigo y me acomodé en él. A aquellas horas las flores del jazmín se habían abierto casi todas, liberando aquel perfume embriagador que me recordaba tantos momentos, tantas emociones que mi corazón se aceleraba y sin querer me transportaba en el tiempo. El murmullo del agua se mezclaba con el canto de los pájaros que a aquellas horas revoloteaban por las copas de los árboles. Estaba un poco cansada del paseo, estiré las piernas, apoyando la espalda contra el banco y cerré los ojos…….

En el barrio donde yo vivía de niña estaba formado por casas pequeñas encaladas de blanco y con dos plantas, los tejados no eran de tejas sino de cemento. En Andalucía los veranos eran calurosos, muy calurosos. El sol daba en aquellas casas desde que salía hasta que se ponía, calentándolas por detrás, por delante y por arriba. Por la noche, aunque refrescara un poco, las paredes estaban tan calientes que nos asfixiábamos dentro por lo que los vecinos tenían la costumbre de, en cuanto el sol se ocultaba, sacar sillas a la calle para pasar horas conversando mientras esperábamos a que las casas se enfriasen un poco para irnos a dormir, cosa poco menos que imposible ya que los dormitorios estaba en la planta de arriba, bajo los tejados de cemento y allí ya no era que hiciese calor, sino que casi no se podía respirar. Aquellas horas que pasábamos en la calle eran singulares. Los mayores charlaban de sus cosas mientras que los niños jugábamos a juegos que ahora ya ni se recuerdan, dábamos grandes carreras jugando al pilladilla o bien nos escondíamos esperando que al que le tocaba el turno no nos encontrara en toda la noche y así poder descansar. En alguna de las puertas de las casas había macetas, la mayoría de latas viejas, donde lucían geranios o yedras de todos los colores, en otras había arriates donde se mezclaban los colores y los perfumes del verano, olía a azahar, a dama de noche y a jazmín.

El jazmín es una pequeña flor blanca cuya belleza solo dura un día. La planta se va llenando de pequeños capullitos que tardan varios días en alcanzar la madurez. Cuando ésta llega, ese día, al caer la tarde, la flor se abre, y a su belleza solo supera el aroma que despliega. Por la noche la flor está completamente abierta pero a la plenitud de su grandiosidad sigue la de su final, ya que al día siguiente está marchita. Algunos días, cuando el sol estaba todavía alto, mi amiga y yo recorríamos las calles recogiendo las flores que abrirían por la noche. Las íbamos depositando con mucho cuidado en una cestita de mimbre y cuando calculábamos que teníamos bastantes volvíamos a casa a hacer los ramilletes. Con una aguja y una hebra de hilo blanco, uno a uno, engarzábamos los jazmines aún cerrados formando un círculo, una especie de flor, que cuando estaban todos abiertos, se convertía en una flor única. Con la cestita llena de estos ramilletes íbamos de puerta en puerta vendiéndolos por unas perrillas que luego cambiábamos por pipas o por un helado que nos comíamos sentadas por la noche en la puerta, escuchando las historias de los mayores. A las mujeres les gustaba prenderse los jazmines en el cuello de la blusa o en el escote del vestido, así su perfume les llegaba de cerca, las perfumaba a ellas y a la vez ahuyentaba a los mosquitos que merodeaban por la noche, al acecho de sangre fresca.

El grito de un chiquillo llamando al amigo con el que jugaba hizo que volviera bruscamente a la realidad, al presente. Mi miré las manos, manos que seguían siendo pequeñas pero que ya no eran de niña y no pude evitar que se me escapase un profundo suspiro. Habían pasado muchos años desde aquellos días tranquilos, días en los que mis ojos de niña no veían más que las cosas bellas y simples de la vida; días sin temores, sin miedo a la soledad, a la enfermedad, sin preocupaciones por el porvenir, el hambre del mundo, la injusticia, el calentamiento global… Eran días en que como ángeles podíamos ser felices, dormir tranquilos. Después crecimos, nos hicimos adultos y tuvimos que enfrentarnos al mundo y sus efectos y comenzamos a preocuparnos por todo. Añoraba aquellos tiempos, aquella sensación de seguridad, aquella ausencia de miedo, de preocupación, aquel saber disfrutar de las cosas simples, de saborear cada momento de nuestra vida. Había vivido mucho desde entonces, hubo momentos buenos y otros no tan buenos, momentos para recordar y momentos para olvidar. Desde aquellos días de mi niñez había recorrido mucho camino, aprendido mucho y también sufrido pero había algo que siempre me acompañó, todos los momentos significativos de mi vida estaban marcados por aquél olor, por este nombre, jazmín.

A mi mente acudieron muchos recuerdos, muchos momentos… Al cumplir diez años mis padres se mudaron del pueblo a la ciudad en busca de un mejor porvenir. La vida allí no era como en el pueblo, plácida y sosegada, sino más bulliciosa, la gente se conocía menos y sobre todo o que menos me gustaba era que todo eran edificios altos, sin patios y sin plantas, pero hube de acostumbrarme. Cuando tenía quince años estaba locamente enamorada de un muchachito tímido, igual que yo, que tenía una melena negra y rizada y unos ojos negros enigmáticos, soñadores. Salíamos en la misma pandilla pero nunca nos hablábamos mucho y tampoco nunca nos confesamos nuestro amor, nuestros ojos lo hacían por nosotros. Un día de verano, al caer la tarde, íbamos de paseo con los demás por el parque y no sé como nos fuimos quedando rezagados. Era la hora en que el sol acaba de retirarse dejando el cielo inundado de rojos y naranjas. Sobre la tierra del camino del parque comenzaban a caer las sombras y en las copas de los árboles se difuminaban los colores semejando una suave niebla que hacía que todo pareciese irreal. Aún no era de noche pero tampoco era de día cuando, Juan, que así se llamaba, tomó mi mano y la apretó entre la suya. Una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo, el corazón se aceleró tanto que creí que se me salía del pecho. Sin saber que hacer nos paramos, los demás se habían alejado y estábamos solos, solos en el camino, solos en aquel rincón del universo del que ninguno se atrevía a dar un paso para salir. Y allí, al refugio de las sombras, Juan me tomó entre sus brazos y acercó su cara a la mía, los dos temblábamos cuando nuestros labios se unieron y recibí mi primer beso, beso con sabor a jazmines pues el cómplice que nos ocultaba era un gran jazmín cargado de flores recién abiertas. Aquél verano terminó y con él se fue Juan, comenzaba un nuevo curso, se fue a estudiar fuera y nunca nos volvimos a ver. Después hubo más veranos, más amores y más besos, pero aquél primero tuvo un sabor especial.

A Carlos lo conocí algunos años después, durante unas vacaciones en el pueblo de mi familia. Acompañaba a mi prima y a una amiga de ésta al cine cuando nos encontramos con unos chicos que ellas conocían y nos presentaron, El que me pareció el más alto, el más moreno, el más guapo… se quedó con mi mano entre las suyas más tiempo del normal y nuestras miradas se cruzaron quedándose enlazadas para siempre. Tenía los ojos más verdes y picarones que jamás había visto. Su boca sonreía abiertamente, no podía apartar mi vista de aquellos labios, gruesos y carnosos cuando pronunció su nombre. Se vinieron al cine con nosotras y Carlos se las ingenió para sentarse a mi lado. A mitad de la película nuestras manos estaban unidas, me sentía como aquella chiquilla de quince años sorprendida por el deseo entre las sombras del parque. Pasamos juntos todo el verano, paseando por las calles del pueblo perfumadas por los jazmines que crecían en los arriates y en los patios de las casas, y al final de mis vacaciones nos prometimos escribirnos. Volví a mi ciudad, a mis estudios, a mi vida y pensé que esta vez ocurriría como aquella otra ya lejana, que se olvidaría de mí, pero no fue así. Carlos también volvió a su vida, pero me escribió una carta y después otra, y otra... y en todas me decía que me amaba, que me echaba de menos, que jamás se olvidaría de mí. Me contaba que aquel año terminaría la carrera de Derecho y posiblemente comenzara a trabajar en el despacho de un abogado amigo de su familia. Durante el curso consiguió venir a verme alguna que otra vez y los encuentros eran maravillosos. Cuando llegó el verano él efectivamente comenzó a trabajar y no pudimos vernos apenas, yo volví al pueblo con mi familia y aquel verano contaba las horas y los días soñando con que llegara pronto el otoño, pasara el invierno, y comenzara la primavera. Con ella la naturaleza se renovaría, los árboles y las plantas volverían a florecer y con el comienzo del verano la promesa de matrimonio que me había hecho Carlos se haría realidad. Quisimos casarnos en el pueblo, en el lugar donde nuestro amor había nacido, la iglesia estaba adornada con lazos y muchas flores blancas, azucenas, rosas, nardos, calas y jazmines, muchos jazmines, su perfume lo envolvía todo. Cuando dije el sí quiero sostenía en mis manos un hermoso ramo de novia confeccionado con las mismas flores que adornaban la iglesia.

Carlos se afianzó como abogado y yo conseguí terminar mis estudios y comencé a trabajar de profesora en un colegio privado. Compramos una casita en las afueras, con un gran patio lleno de plantas. La primera que plantamos fue un jazmín que con los años llego a inundar toda la pared. Pasamos años tranquilos y felices, disfrutando del amor sincero y apasionado que sentíamos el uno por el otro y no nos dimos cuenta de que los años transcurrían y los hijos no llegaban. A los seis años comenzamos a preocuparnos, estábamos bien juntos pero deseábamos que nuestro amor se perpetuara, se prolongara, y nos obsesionamos con tener un hijo. Todos los intentos fueron vanos y al final nos decidimos a consultar con un médico. Yo estaba perfectamente, no había nada que impidiera quedarme embarazada, pero en Carlos algo no andaba bien. Tenía un tumor en un riñón, algo que en un principio no hubiera llegado a mayores si se hubiese detectado antes. El tumor era maligno y le había invadido varios órganos. Durante días nos negamos a creerlo, él no se había sentido enfermo, aunque sí era verdad que hacía meses que se encontraba cansado pero se lo achacábamos al trabajo que cada vez era más estresante. Consultamos varios especialistas y todos nos dieron la misma sentencia: no había nada que hacer, no había tratamiento alguno, el cáncer era fulminante. Lloramos y pataleamos mientras tuvimos fuerzas. Carlos se fue deteriorando rápidamente y en seis meses me dejó sola, sin su amor, sin su compañía, sola sin hijos, sola con una vida vacía que no supe llenar con nada. Me quedé sola con los recuerdos y una gran crisis económica. El desaliento me invadió y pasé meses perdida, hundida en una depresión que provocó que perdiera mi trabajo. Ya no podía seguir haciendo frente a la hipoteca y desgarrada abandoné aquella casa donde habíamos pasado años tan felices. En una caja metí todos los recuerdos y la enterré en el jardín, bajo aquél jazmín que había perfumado nuestro amor.

Sola abandoné la casa y sola comencé una nueva vida, donde ya nunca hubo sitio para el amor. Alquilé ese piso pequeño, en un bloque oscuro y maloliente y en él dejaba pasar el tiempo, intentando olvidar, tanto que me olvide de vivir. Conseguí encontrar un trabajo en un colegio cerca de casa, daba clase dos horas cuatro días a la semana y con esto sacaba un sueldo mísero pero suficiente para pagar el alquiler y seguir con mi vida de zombi. Me había quedado estancada en el pasado, me arrastraba por la vida como un gusano, sin mirar hacía adelante, solo al suelo, por eso cada tarde salía a dar un paseo y me sentaba en aquél banco, al lado de aquél jazmín que con su perfume me ayudaba a recordar, a volver a vivir lo ya vivido, sin dejarme continuar caminando hacia delante.

De nuevo algo me sacó de mis reflexiones. Abrí los ojos y observé como una mujer más o menos de mi misma edad, se sentaba al lado mío. No pude evitar mirarle a la cara, su rostro resplandecía, no sabía decir que era pero desprendía una luz inusual y algo sorprendente en la solapa llevaba uno de aquellos ramilletes de jazmines que mi amiga y yo vendíamos cuando niñas. Ella, que se percató de mi mirada me dedicó una amplia sonrisa, llena de calidez. Me ruboricé y no supe de hacer, para donde mirar, entonces ella, con toda naturalidad me saludó y dándose cuenta de que miraba sus flores me preguntó si me gustaban, yo avergonzada por mi atrevimiento, solo atiné a mover la cabeza afirmativamente, y entonces ella resueltamente se desprendió el alfiler que las sujetaba y cuando pude reaccionar las tenía prendidas en mi blusa. Me quedé sin habla, como pude balbuceé unas gracias entrecortadas y ella sin dejar de sonreír, me dijo: de nada, me llamo Jazmin, ¿y tu? Al escuchar aquello algo dentro de mí se removió y rompí a llorar, ella me rodeó con sus brazos sin más, y así, como una niña perdida, estuve llorando mucho tiempo, acurrucada en aquella mujer desconocida, mientras las sombras del parque iban creciendo. Cuando me tranquilicé traté de explicarle el motivo de mi reacción, de mi llanto, ella me escuchó callada, con su sonrisa cálida y aquella mirada de comprensión que me animaba a sacar por fin, después de tantos años enterrada, aquella congoja que había tenido mi vida paralizada. Mientras la noche nos cubrió. Con la luna llena guiando nuestros pasos salimos del parque, ella me abrazaba y yo me dejaba guiar como si fuese una niña, encogida aún.
Desde aquella tarde de verano nuestros pasos han seguido juntos, ella la maestra, yo la alumna. No he vuelto a sentarme en aquél banco, junto al jazmín, a recordar tiempos pasados, su amistad me ha hecho volver a nacer de nuevo al mundo de los vivos, mi vida de nuevo tiene un sentido, mi amiga Jazmín ha contribuido a ello. Como siempre, el aroma de los jazmines acompaña mis pasos.
jdiana